¡Cásese Ud., Greta!

A veces nos distraen los pantalones de Marlene Dietrich o el divorcio de Katharine Hepburn, pero fuera de estos momentos en que nuestra atención se desvía, Greta Garbo ocupa nuestro primer plano de interés. ¡Qué de dolores de cabeza nos ha producido la tal Greta!

La Garbo es la estrella cinematográfica más enigmática y el misterio de que se rodea nos trae a todos los aficionados al cine de cabeza. Espolea nuestra curiosidad constantemente, nos tiene en un brete, y ella y solo ella ha sido la causa de numerosos errores en nuestro trabajo. La Garbo será una mujer solitaria, pero imaginativamente convive con centenares, con miles de personas. Van al trabajo pensando en ella, comen acompañándola en la imaginación. Con ella sueñan.

¿Qué hará Greta? ¿Es una mujer de hielo o es una mujer de fuego? ¿Será capaz de enamorarse o todo es ficción en ella? ¿Prefiere las naranjas de California o el bacalao de Suecia? ¿Tiene veinte años, treinta o cuarenta? ¿Padece de hipocondría o su carácter solitario se debe a que es víctima de halitosis? ¿No da fiestas por no gastar o porque le aburren? ¿Le gustan los hombres pequeños y panzudos o los secos y largos? ¿Por qué no se ve ninguna ilustración de Greta Garbo en traje de baño? ¿Es que tiene los pies muy grandes o es que el médico le tiene prohibido los baños de mar?

Todo es misterio. En su torno las interrogaciones se acumulan para desdicha de cuantos la admiramos. ¿Por qué no escribe sus memorias? ¿Por qué no nos revela quién es? Estoy por asegurar que debe ser descendiente del gran inquisidor Torquemada y que se complace en torturarnos a trueco de que no dejemos de pensar en ella.

Suecia nos ha dado dos grandes preocupaciones: el premio Nobel y Greta Garbo. Preguntad en la calle al primer transeúnte que cruce por vuestro lado qué idea tiene de Suecia. La mayoría os dirá que es un país muy frío en el que nació Greta Garbo. Los más observadores agregan que Suecia tiene un rey, a juzgar por las fotografías que aparecen algunas veces en los periódicos, sometido a una dieta rigurosa y de ahí que esté el pobre tan flaco. Pero yo me he dado a pensar, ¿no será que el rey de Suecia, siguiendo a su ilustre compatriota, quiere conservarse estilizado, gallardo como una palmera?

Porque otra de las cosas que admiramos en la Garbo es su poca adaptación al medio. Ahí la tienen ustedes en Hollywood, en medio de una colonia de artistas alegre y disipadora, en un ambiente donde los matrimonios duran menos que una camisa limpia, entre un público frívolo, exhibicionista, amoral. Pues como si residiera en un convento. Ajena a cuanto le rodea, siendo sueca se hace el sueco y no escucha ni ve nada. Se conserva espiritualmente como si acabara de salir de Estocolmo. Ante la pantalla es Greta Garbo, pero en cuanto regresa a su domicilio es Greta Gustaffson, su verdadero nombre. Y que nadie pretenda descubrir la verdad, que la Garbo, imitando al caracol, se ocultará dentro de su propio carapacho y nada le hará salir hasta que de nuevo se vea sola.

Por ahí se dice, para desesperación de sus admiradores, que estuvo enamorada de John Gilbert y se hubiera casado con él si, en medio de su pasión, no hubiera tenido un rato de calma para recordar su origen sueco. A John Gilbert se le concibe casado con una artista cualquiera de Hollywood, pero con una sueca, no. Casarse con una sueca es una de las cosas más serias del mundo, porque las suecas tienen del matrimonio una idea ancestral, religiosa, casi divina. El hombre que se casa con una sueca, ya tiene sueca para toda la vida, quiéralo o no. Y John Gilbert, a juzgar por el número de veces que ha matrimoniado, tiene un concepto demasiado cinematográfico del casamiento.

Mas si fuera verdad que alguna vez Greta Garbo haya estado enamorada de John Gilbert, se despeja una de las incógnitas en torno a la excelsa actriz. Corre la especie de que la Garbo es una mujer de gran talento. Se dice que discurre muy bien. A juzgar por sus interpretaciones cinematográficas es casi genial. ¿Pero qué talento revela enamorarse de un petimetre como John Gilbert?

Nosotros, sus admiradores, quisiéramos verla soltera, porque nos parece que así es más nuestra y porque tememos, además, que el matrimonio le haga perder la línea. Porque la Garbo, siguiendo las enseñanzas de su país (y esto revela una vez más lo serias que son las suecas cuando se casan), está dispuesta a tener hijos. Nosotros no concebimos a la Garbo con hijos y, si quiere destruir por completo nuestra ilusión, que los tenga, pero yo por mi parte le juro —y tengo muchos amigos que se solidarizarán conmigo— que le volveré la espalda.

Mas por otro lado, si queremos sosegar un poco nuestro espíritu y dar descanso a nuestra torturada imaginación, llegaremos con nobleza al sacrificio de pedirle que se case. Sí, Greta, cásese usted. Cásese usted y déjenos vivir tranquilos.

Una vez que se haya casado, nos tendrá sin cuidado que tenga un temperamento frígido o inclinaciones incendiarias. No se nos dará un ápice si es usted lista o torpe, si se acuesta usted con camisón o con pijamas. Será indiferente para nosotros que tenga usted los dedos largos y los pies un poco a lo submarino. Claro que esa caída de ojos que parece que acarician cada vez que baja las pestañas nos seguirá torturando por algún tiempo, pero nos consolará saber que es pura ficción, que lo hace usted ante la cámara y que, cuando se convierte usted otra vez en Gustafsson, sus ojos son como los de cualquiera otra sueca.

Tenga un poco de piedad de los que la admiramos. Parece que está en edad de casarse y en cuanto se la ve en compañía de algún hombre, ya nos tiene usted acongojados. ¿Se casará? ¿No se casará? ¿Será ahora la definitiva?

No hace mucho huyó usted de un modo misterioso con uno de los directores de más talento de Hollywood.1 Ese matrimonio ya lo concebíamos. Él era armenio o ruso y usted sueca; él, hombre de gran talento; usted, una mujer genial. ¡Qué días de inquietud nos hizo usted pasar, Greta! Estábamos convencidos de que esta vez se nos casaba usted, y casarse era perderla. Cuando al fin se supo que se trataba de una escapadita sin importancia, respiramos, pero estábamos tan agotados, nuestros nervios tan excitados, que hubimos de pasar una semana en el campo para reponernos.

A mí el médico me advirtió:

—Ojo. Hay que evitar sacudidas emocionales de esta clase. No respondo de que se provoque una endocarditis.

¡Greta! ¿Ha oído usted? Una endocarditis. Muchos admiradores suyos ponen a su disposición cartas amorosas, flores, cajitas de bombones, poemas, su talento, su capital Yo acabaré por no poder ofrecerle sino mi endocarditis. ¿Qué va usted a hacer con mi endocarditis?

Esto es en mi caso particular. Dios sabe lo que ocurrirá a otros. Sufrirán de excesiva presión de sangre, los hará usted neurasténicos, padecerán de hiperclorhidria o del baile de San Vito. En su torno acabará por formarse como al pie de los altares de las vírgenes milagrosas toda una serie de objetos votivos. En el camarín de la virgen de Lourdes o la de Monserrat se ven muletas, gafas, recotas, bastones con puntera de goma, vendas, frascos de medicina, cápsulas, cochecitos de convalecientes, gorros de dormir, termómetros ¿Qué quiere usted? ¿Que le ofrezcamos quince o veinte enfermedades como homenaje a su arte?

Cuando se sostiene la atención por tanto tiempo, es peligroso. La vida de Greta Garbo nos preocupa demasiado. ¡Ya quisieran nuestros hijos y nuestras esposas que pensáramos en ellos como pensamos en la gloriosa artista sueca! Es que, además, la conocemos mejor que a nuestros parientes y a nuestra familia. Nadie nos habla de nuestros allegados como se nos habla de Greta Garbo. Yo tengo un tío del que solo conozco su nombre; sé que tiene una verruga en la nariz y que viste siempre trajes oscuros. De Greta Garbo yo sé mucho más, la conozco mucho mejor, no ignoro su vida en Suecia, me es familiar el metal bronco de su voz, me han dicho de qué se compone su menú diario, tengo noticias de que conduce un Ford, conozco sus gustos, sus preferencias y si tuviera como mi tío una verruga, pero esta hubiera surgido en un muslo, yo la conocería mejor que la de la nariz de mi pariente.

Por nuestra salud, cásese, Greta Garbo. Los años no pasan en balde, aunque los cultivadores de la belleza le digan a usted lo contrario. Es verdad que Mary Pickford sigue teniendo todavía quince años y probablemente se morirá sin pasar de los diecisiete, pero este es un fenómeno que se repite pocas las veces en la vida. Los años no han hecho más joven a Greta. Yo le recomendaría, por egoísmo personal, que se casara y se fuera a engordar a su país. Ya nos ha legado un nombre glorioso a la cinematografía mundial, ya ha sido motivo de más de media docena de libros, ha creado la moda de esos sombreros minúsculos que se sostienen en equilibrio sobre la cabeza de nuestras mujeres elegantes, ha revolucionado el arte de hacer el amor que iba camino del allegro vivace y se ha quedado en pianissimo. ¿Qué más puede desear?

Con el casamiento de Greta el país se beneficiaría. Millares de personas, jóvenes de ambos sexos, que hoy tienen preocupada su imaginación con las intenciones matrimoniales de la Garbo, al casarse esta podrían dedicar su atención a los graves problemas políticos y sociales que dominan en el país. Greta es un obstáculo, usurpa demasiado el pensamiento juvenil.

Si no hace caso al llamamiento de sus admiradores, será cosa de elevar una solicitud al presidente Roosevelt a fin de que interceda y case de una vez a Greta Garbo. Sería una muy ponderada medida para el restablecimiento normal del país. ⬥


1 El director al que se refiere es Rouben Mamoulian, quien dirigió a Greta Garbo en La reina Cristina de Suecia (1933). 

Transcripción sometida a corrección ortotipográfica del artículo «¡Cásese Ud., Greta!», publicado originalmente por Aurelio Pego en la revista Cine-Mundial en julio de 1934.

Comentarios