El espejo sonoro

Robert Montgomery, astro de M-G-M y de los varones a quienes el espejo no asusta

Parece increíble, pero hay actores cinematográficos que no pueden verse a sí mismos. Esto parece natural entre los que hacen de traidores. Se ven en las películas y es probable que se interroguen: «¿Pero es posible que yo sea tan mala persona? La verdad es que tengo una cara de criminal que asusta. Tengo que deshacerme en bondades para que la gente no tome en serio mis odiosas interpretaciones en el cine».

Y este razonamiento, tan sencillo como desconcertante, se debe a que la mayoría de los hombres malos de las películas sean en realidad unas excelentes personas y hagan todos ellos unos padres de familia modelo.

He sacado esto a colación al analizar la actitud que observan los artistas cinematográficos de ambos sexos en las pruebas de las películas. Pero antes de hablar de la actitud de los artistas, que para los efectos de este documentado estudio hay que considerarlos como conejillos de Indias o ratas blancas —y que me perdone Olivia de Havilland y Dorothy Lamour, para mencionar solo dos, si las necesidades periodísticas me obligan a considerarlas como roedores albinos— hay que explicar en qué consisten las pruebas de las películas.

Una vez terminado el rodaje del día, se lleva la película, a toda prisa, a paso largo, corriendo o a saltitos, según el estilo personal que emplee el chico que las transporte, al laboratorio. En el laboratorio, lo primero que hacen con la película es lo que los intérpretes hacen con ellos mismos cuando regresan a casa de su trabajo: tomar un baño. Se baña la película, se la somete a otras medidas higiénicas, se le aplican luego cruelmente unos ácidos y, en una palabra, se la revela.

Y revelación es, porque la cinta saca a la luz todos los defectos de los artistas. Estos trozos de película que se van tomando cada día se proyectan al siguiente en una cámara especial y presencian la proyección el director, el productor, sus ayudantes, algunos de los intérpretes y una serie de personal técnico que nadie sabe quién es Juan y quién es Pedro. Con frecuencia no hay ningún Juan ni ningún Pedro entre ellos, pero es un decir.

Los yanquis, que son muy amigos de poner apodos a las cosas, como son amigos de los huevos fritos con jamón, llaman a estas pruebas cinematográficas rushes, que se pudiera traducir libremente —¡y tan libremente!— por «prisas».

En español no podemos decir, a menos que hayamos perdido un tanto el juicio, «prisas cinematográficas», porque, como queda dicho, los únicos que tienen verdaderamente prisa son el chico que conduce los paquetes de películas, el personal del laboratorio que las baña y el productor que quiere ver terminado el film cuanto antes para comenzar a sacarle producto. Algunas veces hasta el director y los artistas tienen prisa por ver la película, pero nunca, en ningún caso, es la misma película la que tiene prisa.

Los norteamericanos, pues, pueden continuar llamando a las pruebas cinematográficas rushes. Nosotros nos resistimos a ello. Nos resistimos por las buenas y por las malas.

Pues bien, hay muchos artistas que tienen un miedo cerval a estas pruebas o rushes. En estas pruebas, salidas del laboratorio con gran precipitación, punto menos que a empujones, no ha habido lugar a retoques ni mejoramientos. Los artistas feos —y hay artistas de cine verdaderamente feos— salen allí en toda su fealdad. Las «estrellas» guapas en estas pruebas nunca son tan guapas. Total, que la proyección de las pruebas produce siempre un descontento general entre los intérpretes cinematográficos.

Algunos artistas, una vez vistas las pruebas, se sienten víctimas de desastrosos ataques de melancolía. Allá en sus conciencias no se hacían ilusiones y sabían que no eran tan buenos como la oficina de propaganda de la empresa en que trabajaban hacía creer al público, pero no se figuraban ni remotamente que fueran tan malos como acusaban las pruebas cinematográficas. Ya digo, algunos hasta pensaron en el suicidio.

La prueba cinematográfica es el espejo sonoro, el espejo que los reproduce en la pantalla hablando, gesticulando, haciendo el amor o haciendo el oso. Convengo en que es preciso poseer un gran estoicismo para contemplarse a sí mismo en tan extrañas situaciones.

Los hay valientes. Digámoslo sin reservas. Concedámosles una medalla, elevémosles una estatua, escribamos sus nombres en bronce, démosles unas palmaditas en la espalda; en fin, manifestemos nuestra aprobación de algún modo. Si nuestros recursos no llegan a más, enviémosles un telegrama o una tarjeta postal con vistas de Guayaquil. Hagamos algo.

Apuntemos el nombre de uno de esos valerosos artistas que contemplan impertérritos las pruebas cinematográficas: Clark Gable. Siempre nos pareció un hombre en toda la extensión de la palabra. Lo reconocimos en las orejas y en el modo de andar.

Clark Gable no solo ve las pruebas, sino que, valiente entre los valientes, toma nota de los defectos que encuentra. En una palabra, se estudia a sí mismo y viene a ser, en términos de experimentación científica, el conejo de Indias que analiza a otro conejo. Y al hablar de conejos en relación con Clark Gable bien sabe Dios que está muy lejos de mi imaginación el insinuar alusión alguna a las orejas del distinguido actor que los caricaturistas han hecho tan famosas.

Caricatura de Clark Gable. Material promocional de It Happened One Night (Frank Capra, 1934).

Otro científico de sí mismo es Robert Montgomery. Los que presencian las pruebas cinematográficas creen que aquel que se pasea por la pantalla es el mismo que, acurrucado en una luneta, examina el trozo de película en que él figura. Sin embargo, son dos. Hay algo de espejismo en todo esto. El de la pantalla es la víctima; el del asiento, el verdugo.

El del asiento dice, por lo bajo, por supuesto, ante una escena en que Roberto Montgomery besa, por ejemplo, la mano de una dama:

—Robertito, ahí parece más bien que vas a comerte los dedos de esa muchacha en lugar de hacerle un cumplido. Tú te las echas de fino, pero por lo menos en esa escena estás bastante torpe.

Y el Montgomery de la pantalla, tan jacarandoso, como si no oyera nada, continua haciendo el amor a la muchacha. El director de la película, que también está encajado en otra luneta, coincide con el Robertito que ha llamado torpe al otro y asegura que aquella escena hay que volver a rodarla.

Y entonces es cuando se origina el conflicto que pudiéramos llamar psicológico. ¡Qué diablo!, vamos a llamarlo psicológico de verdad. La primera intención del Roberto Montgomery exterior es, herida su vanidad, protestar. Y ya se dispone a hacerlo cuando dentro de su consciencia se alza el otro Roberto y se encara con el Roberto de fuera:

—El director tiene razón. Cállate y no seas bruto. Dile que sí, que estás dispuesto a rodar de nuevo la escena.

Hay un momento de silencio que es el que invierten, debatiendo, los dos Robertos que son el mismo Roberto. Al cabo triunfa el Roberto de dentro, accede a los deseos del director y la escena vuelve a filmarse.

¿No parece todo esto el capítulo de una novela por entregas? Dejemos con sus problemas y sus diálogos interiores a Roberto Montgomery y pensemos benévolamente que es una víctima de los rushes.

—Venga usted a ver la prueba cinematográfica de lo que hicimos ayer —le invitan a Paul Muni.

Y Paul Muni, que lo mismo hace de chino que de Zola1, probablemente el mejor actor de Hollywood, ¿sabe usted lo que hace? Echa a correr con tanto entusiasmo como si se estuviera entrenando para una carrera pedestre.

Paul Muni no puede asistir a las pruebas cinematográficas. Se pone nervioso, vacila, no sabe qué hacer con las manos, se turba como un colegial. Si se insiste demasiado en que se vea y se oiga él mismo en la pantalla, tiene que recurrir a las pastillas antipiréticas y hay que llamar al médico, a la esposa, a los amigos. No parece sino que se fuera a dar lectura a un testamento.

En cambio, Norma Shearer pertenece a la escuela de Clark Gable. Esto por lo que se refiere al valor de contemplarse ella misma haciendo gestos y diciendo cosas extrañas en la pantalla. Porque, por lo demás, Norma en lo que se fija principalmente durante los rushes es en cómo le caen los vestidos. Si cree que no le sientan bien, ya se pueden oponer el director, el productor y el encargado de la guardarropía. Ya se pueden oponer el señor Mayer y el señor Goldwyn y el león de la Metro. Ya se puede oponer todo el parque zoológico, que Norma volverá a rodar la escena con otros vestidos. Y esta misma puntillosidad la mantiene respecto al maquillaje. No cabe dudar que Norma Shearer, además de una mujer distinguida, es una mujer de carácter.

Y quien carece por completo de carácter es un actor de carácter. Aunque parece un galimatías no lo es. Al actor característico, W. C. Fields, como a Paul Muni, le entra un pánico incontenible al verse en las pruebas cinematográficas.

Aunque más que el verse y el oírse es ver y oír a los demás. Lo que teme el cómico de la nariz de cachiporra es que la gente que presencia las pruebas no se ría de sus gestos ni de sus chistes. Porque es un índice, sí, señor, un índice de que tampoco se reirán los espectadores corrientes del cine en que se proyecte aquella película. Esto le produce a W. C. Fields dispepsia. ¿Y qué va a hacer W. C. Fields con la dispepsia? ¿Juegos malabares?

Myrna Loy es de las que se ponen nerviosas ante los rushes. Algunas veces, haciendo de tripas corazón, los presencia, pero ya se sabe, al llegar a casa o tiene que acostarse o comenzar a consumir tila en grandes cantidades.

A Jeanette MacDonald tampoco le gusta verse. Pero en cambio le encanta oírse. En esto se parece a los canarios. Los canarios no van nunca a un rush. A la MacDonald hay que probarle la sonoridad de la película. El telón está en blanco. Toma nota de las notas que no han sido registradas en toda su pureza. A Jeanette le agradan las notas puras. También le agradan a Nelson Eddy y, añádase, como tiene bastante buen tipo, no le disgusta verse y oírse en la pantalla.

¿Pues y el caso de Wallace Beery ante el espejo sonoro, es decir, los rushes? No acude nunca, manda a un cuñado. Wallace Beery cree que el ver pruebas es una obligación de familia, como los bautizos. Pero él modestamente se justifica diciendo que nadie puede juzgarse propiamente a sí mismo. Por qué el cuñado es el mejor juez, no lo explica.

Spencer Tracy presencia las pruebas, pero consume una cajetilla de cigarrillos. William Powell es de los impávidos. Bette Davis tiembla como una vara verde. La Garbo ni se ocupa. Joan Crawford, como la ropa sucia, solo revisa las pruebas una vez por semana. Eleanor Powell da pataditas. Freddie Bartholomew retuerce un pañuelo entre las manos hasta convertirlo en estropajo.

Más que el espejo sonoro, las pruebas cinematográficas, si nos diera por lo trágico, deberíamos llamarlas el espejo acusador. Buen título de película detectivesca. 


1 En el mismo año, Paul Muni interpretó a un chino en The Good Earth (Sidney Franklin, Victor Fleming, 1937) y el papel principal en The Life of Emile Zola (William Dieterle, 1937), film basado en la vida del famoso escritor francés Emile Zola. 

Transcripción sometida a corrección ortotipográfica del artículo «El espejo sonoro», publicado originalmente por Aurelio Pego en la revista Cine-Mundial en febrero de 1939.

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