Mis problemas como esposa de guerra

Gene Tierney participó en la campaña de venta de bonos para apoyar a la guerra

Hace poco, durante una pequeña cena, me vi envuelta en una discusión que casi terminó en una batalla campal. Sigo pensando que yo tenía la razón. Mi amiga, Cobina Wright, Jr., habiendo guardado sus cupones de racionamiento de carne, invitó a unos cuantos amigos a cenar. Me llevé mis raciones de mantequilla y café para que no me remordiera la conciencia. Era una cena muy pequeña y, como es habitual en Hollywood durante la guerra, las mujeres superaban en número a los hombres en cinco a uno. De hecho, nuestro único varón en el grupo era un claro ejemplo de esa estadística. Bastante claro.

Al otro lado de la mesa se sentaba la Sra. X. La Sra. X es una de las esposas más conocidas de Hollywood y siempre tiene opiniones firmes acerca de cualquier tema. Por eso quizás no fue sorprendente que, durante el asado de cordero (¡del que tomó dos rodajas, por cierto!), anunciara con rotundidad que le parecía simplemente indignante la forma en que las esposas seguían a sus maridos al campamento del Ejército.

«¡Parásitas!», gritó de repente. «¡El Gobierno no debería permitirlo!».

Pues bien, resulta que yo tenía previsto irme a Junction City, Kansas, en cuanto terminara el rodaje de Heaven Can Wait. Mi marido, el soldado Oleg Cassini, está destinado en Fort Riley, cerca de allí. Y tenía la intención de quedarme con él hasta que el estudio me pidiera volver para rodar nuevas tomas, o hasta que el Tío Sam le ordenara a Oli que se fuera a uno de nuestros lejanos frentes de batalla.

Y tampoco sería mi primera visita a Junction City. El invierno pasado pasé allí seis semanas o más. Oli me había dicho que mi visita lo significó todo para él, y que contaba los días hasta que pudiera estar con él de nuevo.

«Tiene ante usted a una acompañante habitual del campamento», le dije a la Sra. X con lo que esperaba pasara por una risa agradable. «En cuanto el estudio me dé permiso para salir espero ir con mi marido al campamento. En estos tiempos de incertidumbre, una esposa quiere estar con su marido todo el tiempo que pueda».

Eso provocó una avalancha. Entre otras cosas, dijo: «No se me ocurriría unirme a mi marido. No creo que sea lo más patriótico. Cuando un hombre entra en el servicio militar, su mente debería estar limpia de todo pensamiento excepto uno: ganar la guerra. Si su mujer le acompaña, desvía su devoción por su deber con su país hacia él mismo. Porque siempre surgen problemas relacionados con el alojamiento, el entretener a la mujer y mantenerla contenta en circunstancias difíciles.

»Toda la mente de un soldado debe estar en el trabajo que tiene ante sí. No es posible que se concentre en su trabajo si su mujer va detrás de él. Su presencia seguramente le preocupará. Se preocupará porque no puede pasar más tiempo con ella. Se preocupará porque ella tiene que estar sola todo el día en una ciudad extraña sin hacer otra cosa que cruzarse de brazos. Se preocupará porque piensa que ella está sacrificando su comodidad por él.

»La esposa debe quedarse en casa, que es su lugar, y ayudar al esfuerzo de la guerra de la mejor manera posible. Y pensar en el futuro, cuando se gane la guerra y su marido vuelva a casa».

Bien, debo admitir que la Sra. X tenía argumentos convincentes. Sin duda tenía la razón de su parte. Porque la aglomeración en los campamentos ha hecho difícil la vida de las esposas de los soldados, si no imposible. Pero, como a la mayoría de jóvenes esposas americanas, me preocupa mucho más el corazón. Cuando se trata de escoger entre el corazón y la razón, en mi caso, antepongo lo primero.

Es fácil sentarse cómodamente en casa y decir que una esposa debe permanecer en su sala de estar y pensar en el futuro cuando la guerra esté ganada y su marido vuelva a casa. Pero, supongamos que el futuro no se materializa. Y para miles de esposas estadounidenses, por desgracia, no lo hará. Supón que tu marido no vuelve. ¿Qué te queda entonces sino unos pocos recuerdos y un inmenso dolor en el corazón? Siempre te culparás por no haber hecho el esfuerzo de estar con él durante esos preciosos meses antes de marcharse al extranjero.

La Sra. X también dijo que un soldado se preocupa cuando su esposa vive cerca de su campamento. Pues bien, también se preocupa cuando ella no se encuentra cerca. Cuando visité a Oli en el campamento el invierno pasado, hablé con cientos de muchachos allí, y todos estaban mucho más preocupados por lo que pasaba en casa que por lo que les aguardaba. Cuando no recibían carta de casa en el correo del día, se inquietaban y se preocupaban e imaginaban todo tipo de cosas terribles: que ella estaba enferma, que había tenido un accidente o que ya no le quería. Esos chicos estaban preocupados.

Pero cuando la esposa de un soldado está con él, cuando vive lo suficientemente cerca como para que él la vea cada mañana y cada noche, cuando sabe que ella está bien y feliz y enamorada de él, entonces puede concentrarse por completo en su trabajo. Su mente está despejada para los trabajos importantes. No tiene que depender de esas cartas que tan a menudo se retrasan o se pierden, o no se escriben en absoluto. Tiene a su mujer con él. Cada noche puede oírla decir las palabras que anhela escuchar: «Te quiero». Eso es lo que necesita para impulsarse hacia la victoria.

Cuando visité a Oli en Fort Riley el invierno pasado, tuvimos que dormir en un viejo barracón que se había improvisado apresuradamente en pequeñas habitaciones, con finos tabiques entre ellas. Eso fue antes de que pudiéramos encontrar un apartamento en la ciudad. Recuerdo que una noche nos despertó un soldado en el pasillo que había hecho una llamada a larga distancia a su mujer. «Cariño, —le oímos decir— no podré verte. Me voy mañana. Te quiero, cariño».

Supongo que soy terriblemente sentimental, pero la forma en que dijo: «Te quiero, cariño» simplemente me partió el corazón en dos. Esas tres palabras albergaban toda la soledad de este mundo. Habría sido mucho mejor, pensé, si su mujer hubiera acudido a él meses atrás, cuando lo enviaron al campamento a entrenar. Entonces sentí que yo había hecho lo correcto al dejar la comodidad de mi hogar en Hollywood y vivir en un frío y lúgubre barracón con Oli.

El soldado Oleg Cassini recibe a su esposa en Kansas

Y hubo otra noche, después de que pudimos alquilar un pequeño apartamento en la ciudad, en la que cociné un sabroso estofado irlandés e hice que Oli trajera a algunos de los chicos del campamento para una cena casera. Cuando se marchaba esa noche, un joven y tímido soldado raso me susurró: «No podría haber elegido una noche mejor para invitarme a cenar, Sra. Cassini. Me voy mañana a una misión en el extranjero. Usted me recuerda mucho a mi esposa. Ella está en casa, en Wyoming. Ojalá hubiera podido verla antes de irme».

Lloré, y él mismo se enjugó una o dos lágrimas, y le di un beso de despedida. Su mujer debería haber estado allí para hacerlo.

Por supuesto, algunas esposas de guerra que siguen a sus maridos al campamento resultan ser un terrible dolor de cabeza. Conocí a unas cuantas en Junction City, y estoy segura de que la Sra. X se lo habría pasado en grande regodeándose y diciendo «te lo dije». Ciertamente no ayudaban a la moral de sus maridos.

Estaba el caso de la Sra. B, una mujer bonita y frágil que había sido la reina de la belleza de una pequeña ciudad del Medio Oeste. Se notaba que había sido mimada y consentida hasta la saciedad. Estaba casada con uno de los chicos que ayudaban a Oli a cuidar de los caballos en Fort Riley. Debió de leer en alguna revista que la vida en el ejército era una gran ronda de fiestas. Su principal ambición parecía ser invitar a un grupo de hombres y a sus esposas a tomar un cóctel, poner la radio con una banda de música y bailar y jugar al póquer hasta el amanecer. Nunca nos quedábamos a esas fiestas, las pocas veces que asistíamos a ellas, porque Oli tenía que levantarse a las cinco cada mañana, y créeme, cuando tienes que levantarte a esa hora no estás especialmente interesado en bailar toda la noche. Por supuesto, la señora B podía dormir al día siguiente hasta bien entrada la tarde, pero su marido tenía que levantarse a las cinco, igual que Oli. No era de extrañar que se pusiera irritable y nervioso por la falta de sueño. Sin duda fue bueno para él que la señora B decidiera de repente que la vida en el ejército no era tan glamurosa como ella creía, y regresara a su ciudad natal.

Antes de unirse a sus maridos, las esposas de guerra deben saber que la vida en el ejército es, en el mejor de los casos, bastante sombría. Puede sonar muy alegre en los relatos y tener un aspecto colorido en las fotos, pero no lo es. Si lo que buscas es pasarlo bien, quédate en casa.

Y si eres una blandengue, es mejor que te quedes en casa también. Hay más inconvenientes de los que imaginas. En primer lugar, no imagines una agradable casita con una valla y una criada de uniforme para servir la cena. En las ciudades cercanas a los campamentos del Ejército es casi imposible alquilar una casa por mucho que quieras. Y las criadas y cocineras están prácticamente obsoletas. No soy rica, aunque tampoco soy precisamente pobre, pero antes de que Oli y yo pudiéramos alquilar un pequeño apartamento, tuve que vivir en una casa de huéspedes, en un cuartel, en un motel y en habitaciones de alquiler. Olvidé por completo lo que era la privacidad. El motel era terrible. Estaba infestado de ratas y cucarachas. Cuando me mudé, abrí mi equipaje y encontré un par de roedores polizones, así era de malo. Ahora bien, si vas a decirle a tu pobre marido: «Aquí hay mucha humedad, estoy resfriada todo el tiempo», si vas a quejarte de los inconvenientes, y créeme, encontrarás muchos para quejarte, le harás un gran favor a tu marido si te quedas en casa.

Cartel publicitario con Gene Tierney animando a comprar bonos de guerra

Y estaba el caso de la Sra. H. La Sra. H tenía un apartamento cerca del mío, y solíamos charlar en la tienda de comestibles. En su casa de Tennessee sabía lo que hacía su marido cada minuto del día. Sabía que a las cinco y media en punto él recogía su escritorio en la oficina, y a las seis menos cinco minutos colgaba su sombrero en el armario del pasillo. A las seis y media estaría listo para sentarse a cenar. Pero en el campamento ella nunca sabía dónde estaba, o qué estaba haciendo, y eso casi la volvía loca. Era una excelente cocinera, pero de las que tienen que tener todo a punto. Ahora el pobre soldado H tenía que transportar un montón de trenzas de oro de un lado a otro, y nunca sabía a qué hora podría llegar a cenar a casa. A veces no era hasta las diez de la noche. Entonces tenía que oírla quejarse: «El asado estaba perfecto a las seis y media, pero ahora está hecho pedazos. Todo está frío y arruinado. Y he trabajado muy duro todo el día tratando de prepararte una buena cena. Si le dijeras a tu coronel que la cena te está esperando, estoy segura de que lo entendería».

¡Sí, y una porra lo iba a entender! Las esposas de guerra deben recordar que ahora sus maridos no tienen bonitos trabajos de oficina. No pueden volver a casa a las cinco. Se irán a casa cuando sus oficiales superiores se lo digan, y ni un minuto antes. Ganar la guerra es mucho más importante que un asado frío.

Por supuesto, no pretendo parecer pomposa y arbitraria en mis opiniones. Al fin y al cabo, no son más que eso —las opiniones de una esposa de guerra que está haciendo frente a esta emergencia de la mejor manera que sabe—. En realidad, este problema de «ser o no ser» con tu marido soldado es algo que debe resolver cada pareja individualmente.

No hay dos problemas exactamente iguales, y no hay dos parejas que se enfrenten a circunstancias idénticas. Las condiciones de vida cerca de algunos campamentos del Ejército son imposibles y están tan abarrotados que seguir a tu marido hasta allí sería una tontería, si no una ridiculez. Si además hay niños, creo que sería mejor que la esposa los mantuviera en casa, y en una escuela pública cercana, en lugar de llevarlos a toda prisa por el país.

Pero de nuevo, no lo sé. El sentido común debería decidirlo todo. Solo sé que ha significado mucho para mí haber tenido esas semanas extra con Oli. Sé que nos han unido más que nunca. Y que, en ese lúgubre día en que no podré seguirle más, atesoraremos su recuerdo.

Y hablando de dificultades, pronto tendré una definitiva y feliz que considerar. Oli y yo siempre hemos querido tener un bebé y, ahora que nuestro deseo se va a hacer realidad, no podríamos estar más contentos.1 He observado entre mis amigos que los más felices son los que tienen hijos. Mi mejor amiga, Cobina Wright, Jr., también está esperando un bebé para octubre y sería bonito que ambos llegaran el mismo día.

No me asusta ni me preocupa tener un bebé en tiempos de guerra, y tendré algo realmente tangible con lo que recordar a Oli. Me quedaré con mi marido mientras esté en este país y mientras sea seguro para mí, pero espero volver a Hollywood y a casa para el Gran Evento.

Nota del editor: En esta historia exclusiva, Gene Tierney expresa sus sentimientos con una franqueza inusual. No hay duda de que muchas esposas sienten lo mismo que ella: que estar con sus hombres un poco más de tiempo es de suma importancia; sin embargo, al presentar su historia instamos a que otras esposas de guerra consideren, antes de decidirse a seguir a sus maridos, lo mucho que su presencia añadirá a los problemas de la comunidad en las áreas del campamento, el gran sacrificio financiero que significa el traslado y su buen espíritu en estas circunstancias difíciles. ⬥


1 La primera de sus dos hijas, Daria, que nació sorda, casi ciega y con una grave discapacidad mental. La condición de su hija sumió a Gene Tierney en una profunda depresión que la llevó a ser internada en distintos centros psiquiátricos y a un intento de suicidio. Ella misma lo relata en su autobiografía publicada en 1979. 


Traducción del artículo «My problems as a war wife», publicado originalmente por Elizabeth Wilson (tal y como se lo contó Gene Tierney) en la revista Screenland en agosto de 1943.

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